Décadas atrás, las fiestas de fin de año eran sinónimo de estruendo. Cuando el reloj marcaba las 00:00, la ciudad entera se iluminaba y retumbaba al unísono con el estallido de fuegos artificiales y pirotecnia. En muchas familias, este momento no solo era esperado, sino preparado con antelación, compitiendo año tras año por lanzar más bombas de estruendo o petardos. Así, el uso de pirotecnia se consolidó como una tradición casi inquebrantable durante las noches del 24 y el 31 de diciembre.
Sin embargo, nadie se detenía a mirar el otro lado de esta celebración.
Lo primero que llamó la atención fueron las heridas: quemaduras, amputaciones y graves lesiones, especialmente en niños. Los hospitales se preparaban para recibir casos de emergencias con daños en el rostro, los ojos y las extremidades. A pesar de las dolorosas consecuencias, el hábito se mantenía intacto.
Pero había más que no se veía. Fue gracias a la lucha incansable de familias de personas con Trastorno del Espectro Autista (TEA) y otras condiciones sensibles al ruido que la sociedad comenzó a visibilizar el profundo impacto negativo de la pirotecnia. Los estallidos inesperados provocan desregulación y crisis en quienes lo padecen. Relatos desgarradores, como el de madres que pasan el brindis refugiadas en el baño, abrazando a sus hijos en medio de episodios de angustia, inundaron las redes sociales. Pero la conmoción no bastaba: el cambio debía ser estructural.
Así nació la campaña “Más luces, menos ruido”, un llamado a reemplazar la pirotecnia sonora por alternativas visuales que iluminen las noches sin causar daño. Aunque al principio hubo detractores —”Es solo una vez al año”, “No le hace mal a nadie”, argumentaban algunos— la fuerza de esta lucha prevaleció.
El verdadero punto de inflexión llegó cuando gobiernos de todo el país comenzaron a sumarse a la campaña. No solo difundieron información y promovieron la concientización, sino que también tomaron medidas concretas. En Santiago del Estero, por ejemplo, el 25 de julio, durante el aniversario de la ciudad, el cielo de la Plaza Libertad se llenó de luces como cada año, pero sin estruendos. La demostración fue clara: el cambio no solo era posible, sino necesario.
A esta causa se unieron también las organizaciones protectoras de animales, evidenciando el impacto que los fuegos artificiales tienen en las mascotas y fauna urbana. Con esta suma de voces, la campaña se fortaleció y hoy se recuerda cada diciembre como un llamado a celebrar de forma inclusiva, responsable y empática.
Porque para disfrutar, no hacen falta explosiones ni ruido. Basta con luces que iluminen los cielos y los corazones.
Por unas fiestas de fin de año con más luces y menos ruido, ¡brindemos por un comienzo de 2025 lleno de conciencia y empatía!