
Comenzaremos por decir que Adolescence merece la repercusión que ha tenido. Algunos lugares comunes que podrían haberse evitado y cierta pobreza narrativa se ven compensados por la profundidad de climas, así como por el espesor dramático de sus personajes y las actuaciones, entre las que con justicia se ha aclamado el trabajo del debutante Owen Cooper, de 13 años.
En un período que vio el regreso de los linchamientos, Adolescence tiene la virtud de ignorar sin culpas el tono prescriptivo. A pesar de sus connotaciones políticas inequívocas, evita un posicionamiento ejemplificador e invita a los espectadores a salir de la pereza moral y elaborar una interpretación propia. Hay en toda la obra una búsqueda de la incomodidad que tiene su correlato estético: lejos de ser un artificio, la fusión en cada episodio del tiempo de la historia y el tiempo del relato es una alusión casi explícita a los ritmos contemporáneos.
En las redes sociales se reproducen opiniones que dicen menos de la serie que de los circunstanciales analistas. Para sorpresa de pocos, aparecieron espectadores de extrema derecha indignados con el hecho de que el asesino sea varón y blanco, mientras que algunas voces feministas reprobaron que las menciones a la víctima sean tangenciales.
En nuestra respuesta a este Rorschach colectivo, diremos que la elección no es ingenua, que se pretende abrir una indagación acerca de los por qué y los cómo, de la vieja tensión más antigua que la criminología y la sociología como disciplinas: ¿estamos ante un criminal monstruoso y excepcional o ante una estructura que inevitablemente produce criminales? Entre los comentarios online no escasean las lecturas que ven al protagonista de la serie como un hijo sano del patriarcado, en tanto Jamie, el asesino, es el hijo de una familia tradicional de la clase media británica, y se identifica con la ideología incel (célibes involuntarios), cuyos referentes han adquirido preminencia a nivel internacional.
Estas miradas omiten, sin embargo, que Jamie es excluido por sus propios pares, no sólo por su condición de incel, sino particularmente por su defensa de esta ideología. Es decir, la mayoría de los varones (y mujeres) de su ámbito social rechazan la cosmovisión en la que germina este asesino. No estamos ante un “hijo normal” de la estructura social actual, sino ante un marginal. Puede argumentarse con sensatez que se trata de una estructura social cuyo funcionamiento normal genera estos subproductos, pero eso implicaría renunciar entonces al argumento radical en el que la mayoría de los hombres son potenciales femicidas.
Como señaló Umberto Eco, las redes sociales han otorgado “el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”. En un giro tal vez más interesante, Eco abordó también la cuestión identitaria: “la cuestión de la identidad ha sido transformada de algo que viene dado a una tarea: tú tienes que crear tu propia comunidad. Pero no se crea una comunidad, la tienes o no; lo que las redes sociales pueden crear es un sustituto (…) La gente se siente un poco mejor porque la soledad es la gran amenaza en estos tiempos de individualización. Pero en las redes es tan fácil añadir amigos o borrarlos que no necesitas habilidades sociales”.
Adolescence muestra una suerte de conjura internacional de los necios, con referentes idiotas como Andrew Tate (quien es llamado twat, un insulto idiosincrático que ameritaría un análisis propio), y activistas idiotas como el empleado de la pinturería, desprovisto de aptitudes sociales mínimas y ahogado en teorías conspirativas. No estamos ante los hijos sanos del patriarcado, sino ante los marginales, los excluidos, que hacen de su marginalidad una bandera con pretensiones de mayoría (se identifican con el 80% de los hombres supuestamente excluidos por el 80% de las mujeres) y que encarnan un giro hacia la acción de familiaridad inquietante con el cristianismo o la izquierda no marxista: es la rebelión de los que quedaron afuera, que logran agruparse internacionalmente gracias a las redes y acaudillar un movimiento social de masas que busca canalizar el descontento más general y que apoya a energúmenos como Milei o Trump. Ya Wilhelm Reich había analizado el rol de la impotencia psicosexual en el fascismo, pero, como tantas otras cosas en nuestra época, se ha perdido la metáfora y hay plena literalidad: los incogibles que tienen conciencia de tales se han estructurado como vanguardia. En términos hegelianos, los incogibles llegan a ser-para-sí.
El capítulo climático, el tercero de la miniserie, muestra la evaluación pericial del asesino por parte de una psicóloga especializada (Erin Doherty). Con una memorable escena en torno a un sándwich y sutilezas que denotan un tratamiento perfecto desde la técnica psicológica (quizás el único ‘pecado’ es que el desempeño de la profesional sea demasiado impecable), se devela una estructura de carácter narcisista. Nuevamente, algo que se escapa de la norma: sólo un porcentaje que va del 0,5% al 1% de la población padece este trastorno, con el agravante de que su presencia en un púber de 13 años no implica necesariamente que sus características antisociales vayan a seguir presentes cuando llegue a la adultez.
Llegamos entonces a la situación típica: un delito, particularmente así de aberrante, requiere una serie de combinaciones cuya causalidad rara vez puede reducirse a factores exclusivamente sociales o individuales. Por el contrario, requieren de una interacción compleja, para cuyo análisis es necesario un abordaje interdisciplinario. El trastorno de personalidad narcisista, por ejemplo, parece presentarse con más frecuencia en hombres que en mujeres, aunque estudios recientes insinúan que quizás haya diferencias diagnósticas porque las formas de presentación son diferentes.
Otro mérito de Adolescence es mostrar que las mujeres también son capaces de ejercer violencia (la propia víctima ejercía bullying contra quien terminaría siendo su asesino; su amiga boxea certeramente a uno de los cómplices de Jamie), sin que eso se presente como un atenuante ni silencie las desigualdades de género. Se aleja, sin embargo, del posicionamiento de ciertas ramas del feminismo actual que apuntan hacia la hipervictimización, o la conceptualización del género femenino como incapaz de malicia y, en definitiva, como carente de agencia.
Es improbable que Adolescence se convierta en un clásico, aunque es un documento de época que resulta impensable sin el #MeToo, pero también imposible de difundir durante el auge de aquel movimiento. Quizás sea un indicador de que, en medio de la lucha entre energúmenos, se esté abriendo un espacio para abordajes críticos sin linchamientos.
Por Raúl Ciotola, “Psicólogo y sociólogo oriundo de la ciudad de Santa Rosa, La Pampa”.