
Hace pocos días, la Iglesia católica inició un nuevo capítulo con la elección del papa León XIV, el agustino estadounidense Robert Francis Prevost. Pero mientras los ojos del mundo se volvían hacia el nuevo pontífice, el calendario marcaba una fecha que aún late en la memoria colectiva: el 13 de mayo. Ese día, hace 44 años, un Papa estuvo a punto de morir en manos de un terrorista. Y eligió el perdón.
En una conmovedora nota para Infobae, la periodista Cynthia Serebrinsky reconstruyó aquel episodio que transformó no solo la vida de Karol Wojtyła, sino también la espiritualidad contemporánea. Fue el miércoles 13 de mayo de 1981. La Plaza San Pedro desbordaba de peregrinos y fieles. El Papa, a dos años de haber sido elegido, saludaba desde su papamóvil blanco, descubierto. Eran las 17:17 cuando sonaron los disparos. Cuatro balas impactaron su cuerpo. El caos se apoderó del lugar.

Herido de gravedad, Juan Pablo II fue trasladado de urgencia al hospital Policlínico Gemelli. Una bala le atravesó el abdomen, otra la mano, otra el brazo. Perdió casi el 75% de su sangre. La cirugía duró más de cinco horas. El mundo entero contuvo la respiración.
El agresor fue identificado como Mehmet Ali Ağca, un joven turco de 23 años vinculado al grupo extremista Lobos Grises. Había escapado de prisión y planeado el atentado durante meses. Pero más allá de la geopolítica, del miedo y la conmoción, lo que quedó grabado en la historia fue la respuesta del Papa.

Desde la cama del hospital, el 17 de mayo, grabó un mensaje: “Rezo por el hermano que me disparó y a quien he perdonado sinceramente”. Ese gesto, recogido por Serebrinsky, fue más poderoso que cualquier bala. En 1983, Juan Pablo II visitó a Ağca en la cárcel. Lo tomó de la mano. Lo escuchó. Lo perdonó. Convertía así su propio sufrimiento en un acto de redención.
La periodista relata que el Papa jamás interpretó el atentado como un hecho meramente político. Lo vivió como un acontecimiento espiritual. La fecha coincidía con la primera aparición de la Virgen de Fátima, el 13 de mayo de 1917. Atribuyó su supervivencia a una intervención divina: “Una mano disparó, otra mano guio la bala”. Tanto creyó en ello que mandó incrustar el proyectil en la corona de la estatua de la Virgen de Fátima, en Portugal.

Más adelante, revelaría el “tercer secreto” de Fátima, que hablaba de un “obispo vestido de blanco que cae bajo una lluvia de balas”. Para Juan Pablo II, ese obispo era él. Para millones de creyentes, ese atentado fue una señal.
La salud del Papa nunca volvió a ser la misma, pero su pontificado se volvió uno de los más extensos, activos e influyentes de la historia. Visitó 129 países, se convirtió en símbolo de paz, reconciliación y fe. Murió en 2005. Fue canonizado en 2014. Y desde entonces es recordado como San Juan Pablo II.
Cuarenta y cuatro años después, mientras la Iglesia atraviesa nuevas etapas y el mundo sigue marcado por tensiones, la figura de Juan Pablo II se alza como una brújula espiritual. Porque, como escribe Cynthia Serebrinsky, él no gritó, no maldijo, no pidió venganza. Transformó la violencia en perdón. Creyó en los milagros.
Porque a veces, la historia no la escriben las balas, sino quienes sobreviven a ellas.