
Por Melissa Ramírez
Cuando un hijo pierde a su padre, se convierte en huérfano. Pero cuando un padre pierde a un hijo… ese dolor no tiene nombre… Nadie está preparado para enterrar a su primogénito. Mucho menos si se trata de una muerte violenta, injusta, provocada por la voluntad siniestra de quien debió cuidarla. Esta es la historia de Ana y de Lo. Dos víctimas del mismo hombre: Diego Zaín. Esposo. Padre. Agresor. Asesino.
Ana sobrevivió. Su hija, no. Tenía apenas tres años. Murió de dos balazos. Diego, después de disparar cinco veces contra Ana, se suicidó. La escena del crimen quedó impune, congelada en el espanto.
Todo comenzó en los años 90, cuando Ana —hija de un reconocido traumatólogo, sobrina del viceintendente de Santiago del Estero— quedó embarazada con tan solo 15 años. Llevaba tres años de noviazgo con Diego Zaín, hijo de un contador prestigioso y presidente del Santiago Lawn Tennis Club. Ambas familias, tradicionales y con reputación social que defender, optaron por proteger la apariencia. Fue el padre de Diego quien propuso mantener el noviazgo y postergar el matrimonio. Pero la presión social y la ilusión del “amor” los empujaron a casarse.
El 8 de marzo de 1995 nació Dolores Zaín Lugones. Lo. Con su llegada, el vínculo se desmoronó. Ana reveló a su entorno los primeros episodios de violencia, pero las denuncias se desactivaron en silencio: “por el apellido”, “por la familia”, “por la exposición”.
Las reuniones familiares buscaban acuerdos, no justicia. Ana y Diego se separaron cuando Lo tenía poco más de un año. Luego, Ana encontró refugio en el amor de Marcelo Carlos Torresi, un jugador de rugby que la adoraba, que abrazaba a su hija como propia, que la sostenía en su nueva vida.
En abril de 1998, Ana cumplió 19 años. Decidieron celebrarlo con un viaje a Córdoba. Vivieron un fin de semana pleno, lleno de fotos, de risas, de futuro. No sabían
que en pocos días, todo se teñiría de sangre.
EL HORROR EN PRIMERA PERSONA
El 4 de junio pasado, en una nueva marcha por “Ni Una Menos”, Ana Cecilia Lugones Castiglione escribió un mensaje que heló la sangre y conmovió en las redes.
“Yo, la única sobreviviente, hago alusión al horror que viví cuando mi exesposo Diego José Zaín intentó matarme de cinco disparos, asesinó a mi hija de tres años y luego se suicidó. Una historia de silencios, sangre, violencia y muerte, que padecí junto a mi hija. Quiero que se hagan eco de esta cruel y verídica historia…”
Ese pedido no fue una catarsis más. Fue un grito de memoria y de justicia. Fue el momento en que Ana eligió, después de años de reconstrucción personal, salir del silencio que le impusieron el trauma, las instituciones y las propias estructuras familiares.
En diálogo con Info del Estero, habló con la voz firme de quien ha sobrevivido al infierno. Lo hizo no solo para narrar su historia, sino para pedir, una vez más, que se escuche a las mujeres antes de que sea tarde.
“Yo no cuento una verdad a medias. Cuento la verdad absoluta de lo que pasó. La vida de mi hija Lo, que está en todas partes, que va a estar siempre, aquí y ahora. Quiero expresar el dolor, la angustia, la depresión que me dejó esa noche. Durante años quise morirme. Y de no haber sido por mi psiquiatra, por mi entorno, mi familia y mis amigos, no habría podido…”, confiesa Ana.
Ese viernes, 10 de abril de 1998, era Viernes Santo. Su abuela había decidido pasar el fin de semana largo en Las Termas. Ana, que no podía estar sola —y ya eso era un síntoma que nadie quiso ver— se quedó acompañada por su pareja, Marcelo, en el departamento del 4° piso del edificio TabyCast, frente a la Plaza Libertad. La misma semana, junto a su tía, había intentado frenar las visitas de Diego a Lo. Fueron a Tribunales. Suplicaron. Pero no las atendieron. Era fin de semana largo y había que esperar hasta el lunes. Ana no llegó al lunes.
Sus hermanos habían vuelto a casa desde otras provincias donde estudiaban. Uno de ellos la pasó a buscar ese mediodía para ir a almorzar con la familia. Ana fue. Volvió a la tarde. Lo había jugado todo el día con sus primitos y vecinos del edificio. Después, llegó el llamado. Diego le pidió ver a su hija. Le dijo que la buscaba un ratito. Ana aceptó. A los pocos minutos volvió a llamarla: “Se quedó dormida. Te la llevo”. Preguntó si estaba sola. Ana respondió que sí, pero que estaba esperando a una amiga, Virginia, que pasaría a dejarle un huevo de Pascuas a Lo.
Llegó Diego. Llevaba a Lo en brazos, dormida. Ana lo dejó pasar. Le permitió llevarla hasta la habitación. También traía unas bolsas. Ana pensó que eran cosas de su hija, ropa que debía devolver. Fue entonces cuando se acercó a revisar.
—Dejá eso —le dijo él, cortante.
—¿Cómo que deje eso? —respondió ella, extrañada.
En ese momento, Diego sacó un revólver.
Ana se puso de cuclillas, intentando razonar, hablarle, detener lo inevitable.
—Pensá en lo que vas a hacer, por favor —suplicó.
—Diosito mío… yo no sé qué hago con esto —repetía él.
Y entonces disparó.
El primer tiro fue al pecho. Después vinieron cuatro más. Ana sintió el ardor de la herida, el fuego de la bala, pero quiso correr. Intentó salir. En ese intento, Diego intentó estrangularla. Luego, caminó hacia la habitación.
Allí, le disparó dos veces a Dolores.
Finalmente, se disparó en el brazo. Pasó unos minutos en el balcón. Luego, se arrojó al vacío. Cayó sobre el techo de una confitería, en el primer piso.
Lo que siguió fue el silencio. El desmayo. El coma. El despertar, días después, en un sanatorio…
En la próxima entrega: la lenta reconstrucción de Ana, el cuerpo marcado por las balas, la impunidad judicial y la memoria viva de Lo.
Una historia que no terminó aquel Viernes Santo. Una historia que sigue latiendo…