
Por Melissa Ramírez
Ana se despertó varios días después del ataque. Lo primero que recuerda es estar en un sanatorio, desorientada, preguntando por Lo. “Me decían que estaba con Diego”, relata. Luego la trasladaron a otra clínica. Pasó una semana internada, y de ahí, directo a la casa de su padre. “No entendía nada. Estaba rapada, desfigurada, en silla de ruedas. Cuando Magdalena (su psiquiatra) vino a verme un domingo, me lo dijo: ‘Ana, te han hecho algo muy trágico’. Me preguntó: ‘¿No recordás lo que te hizo Diego? ¿Lo que le hizo a Lo?’ Ahí tuvieron que medicarme. No podía ni moverme. Me dijeron que si en seis meses, un año o dos no recuperaba movilidad, sería definitivo.”
El brazo derecho no volvió a moverse. La hemiparesia es uno de los tantos rastros físicos que dejó el ataque. Diego le disparó cinco veces y Ana lleva los cinco proyectiles aún en su cuerpo. Uno en el pecho. Uno en la cabeza, que le quitó el 80% de la visión de un ojo. Otro en la zona craneal, que hundió su cráneo y obligó a colocarle una placa de titanio. “Tenía la cabeza deformada. Desfigurada. Todo eso, apenas días después de haber pasado uno de los fines de semana más lindos de mi vida, festejando mi cumpleaños con mi hija y con Marcelo en Tafí del Valle. Todo era hermoso. Todo era…”
Marcelo, su pareja, quedó devastado. Meses después y para recibir el año 1999, Ana se fue a Tucumán con su familia. Marcelo lloró toda la noche. “Se sentía culpable. Sentía que tendría que haber hecho algo por nosotras. Días antes, Diego lo había amenazado con un arma de fuego. Él escapó. Yo no sabía que ya tenía un arma. Su madre sí lo sabía. Llamaba a sus amigos, lo buscaba. Según dicen, compró el arma frente a mi casa, en la avenida Avellaneda.”
El proceso de sanar —físicamente, emocionalmente, espiritualmente— fue largo. Muy largo. Y solitario. “Durante dos o tres años no me hablaba la familia política. Después me pidieron que yo me encargara de trasladar a mi hija de panteón. Todos estaban en desacuerdo, pero yo dije que sí. Tuve gestos con ellos que no merecían. Más tarde dije basta. Cerré todo: fotos, videos, llamados. Todo se terminó…”
Ana tomó una decisión difícil: cremar a su hija y traerla con ella. Lo hizo con dinero propio y de su familia. “Podía haberlo hecho con él también, porque era su padre y porque nunca nos divorciamos, entonces yo soy viuda. Pero no. Lo hice yo. Porque ella es mía. Porque me acompaña. Porque le hablo, le pido cosas, y me las concede. Sé que me va a acompañar hasta el último suspiro que dé en esta tierra.”
Lo que más duele, dice, no es solo la pérdida, sino la impunidad. “Esperaba que hicieran algo. Y no lo hicieron nunca. Quedé muy dolida. Gran parte de Santiago conoce mi caso. Y aún así, camino con la cabeza bien en alto. Algunos me señalaron: ‘algo habrá hecho para que le pase eso’. ¿Qué podría haber hecho yo para que él matara a nuestra hija? A esa niña magnífica que no tenía nada que ver. Han pasado 27 años, y esas cosas se siguen escuchando.”
LA CAUSA Y UNA CARÁTULA SIN JUSTICIA
“Contar esto es un grito de auxilio. Es mi forma de pedir que la sociedad despierte, escuche, se haga eco”, dice Ana, y en su voz todavía vibra la rabia, la tristeza, la urgencia. “Durante años, todo era ‘crimen pasional’. Pero desde 2009, lo que Diego le hizo a mi hija se llama por su nombre: filicidio. Y lo que me hizo a mí: intento de femicidio. Que lo sepan todos.”
El expediente judicial quedó como un suicidio. La carátula del caso: tentativa de homicidio doblemente calificado por el vínculo. La muerte de Lo quedó sellada en la impunidad. “Él tomó la decisión más fácil: la del suicidio. Se fue por la puerta cómoda. Terminó con su vida… pero antes terminó con la de Lo.”
A pesar de todo, Ana avanzó. Terminó su carrera. Consiguió trabajo. Casa. Independencia. Esfuerzo. Dedicación. Cuando presentó su libro, el amor del público le devolvió un poco de la fe perdida. “Fueron muchas personas. Me sentí querida. Sentí que esa noche había gotas de esperanza. Que la lucha por mi Lo tenía sentido. Que sigue teniendo sentido.”
Lo, hoy, tendría 30 años. Ana la imagina alta, flaca, bellísima. “Era hermosa. Hermosa. Pienso que la justicia va a llegar, aquí o en otra vida. No me volví a casar. Fue mi única hija. Con Marcelo nos separamos. Sentí un bloqueo. Algo en mí se cerró. Vivo sola, doy clases. Y tengo la convicción profunda de que ella está presente. De que me guía.”
A los 46 años, Ana planea reeditar su libro, ampliarlo. Tal vez hacer un documental. No por ego, sino por memoria. Por verdad. Por las que siguen silenciadas.
“Esto no lo hago por mí. Lo hago por la memoria de mi hija. Porque está acá. Su aura está en todas partes.”
POSDATA EDITORIAL
En lo que va del año, una mujer es asesinada cada 32 horas en Argentina. La mayoría de los casos ocurrieron en contextos donde la víctima había denunciado previamente a su agresor. O lo había intentado. O simplemente había dicho: “tengo miedo”.
Las señales estaban ahí.
Esta historia, la de Ana y su hija Lo, ocurrió hace 27 años. Pero no es una historia del pasado. Se repite. Cambian los nombres, cambian las provincias. No cambia la desidia, la espera, el “volvé el lunes”, el “no te podemos atender hoy”.
Por eso este relato no es solo una crónica. Es un grito escrito. Es la voz de todas las mujeres que están vivas de milagro. Es la voz de las que ya no están. Es la advertencia de que cada segundo que se posterga una medida de protección, puede ser el último.
No dejemos “para el lunes” lo que puede evitar otra muerte.
Por Ana. Por Lo. Por todas.