Lapachos o la razón detrás de que en cada agosto Santiago del Estero se vista de rosa

* Texto: Silvina Gómez *fotos: Guillermo Juarez

Agosto tiene fama de fulero. Incluso hay un mantra popular que dice que si pasas agosto, ya tienes el boleto asegurado para el año siguiente. Por alguna razón se cree que la muerte anda llevándose personas este mes, más que en otros (algo no chequeado pero que vive en la cultura popular).

Agosto es resistido, pero también es el mes que nos sorprende con lo más simple de la vida (y no hablo de las alergias). Basta caminar por las calles de Santiago del Estero para descubrirlo: los lapachos han florecido. La “Madre de Ciudades” deja de lado su gris invernal y se viste con copas lilas, algunas blancas y otras pocas amarillas que parecen un puñado de nubes.

Estos días, al recorrer el centro, he observado una escena que se repite cada año en esta época: personas que frenan su paso, levantan el celular y capturan, en una foto, los lapachos que enmarcan la ciudad en una especie de paisaje pintado. Son instantes breves, pero llenos de una belleza que parece pedirnos: “miren, recuerden”.

La escritora santiagueña Hebe Luz Ávila lo dice con la precisión de quien sabe mirar: “A pesar de este atípico invierno tan frío y tan largo, los lapachos han florecido justo en su tiempo acostumbrado, como una ceremonia de reiterados gestos… Ya forman parte incuestionable de nuestra identidad”.

En su relato publicado en la revista de la Fundación Cultural de Santiago del Estero, Hebe rescata la historia de su abuelo, Remigio Regazzoni, aquel joven formado en agronomía y paisajismo en Suiza, que dedicó más de treinta años a diseñar y plantar los parques y paseos de Santiago. Fue él quien eligió que la ciudad se tiñera de rosa, porque —como le contaron— los lapachos blancos no eran más que “un albinismo” del rosado. Y porque sabía que, antes de ellos, esta ciudad era una tierra sin sombra ni color.

El lapacho, con su copa apretada y generosa, es un árbol que no se apura. Crece lento, espera sus ciclos, resiste heladas y sequías, y, cuando florece, se entrega entero. No es difícil imaginar que, en esa elección, Regazzoni quiso dejar a Santiago un espejo de sí misma: fortaleza, resistencia y belleza.

Con Info del Estero, salimos a recorrer la ciudad con esa idea en la cabeza. Guille Juárez, a través de su lente nos invita a un recorrido por lo cotidiano y extraordinario. Los lapachos que para los positivistas empedernidos es el recordatorio de que todo se transforma y para los escépticos la certeza del ciclo de la naturaleza que preludia la llegada de la primavera.

Y muchos dirán: “Denle un Paso de los Toros a la que escribe esto”, pero considero que los lapachos santiagueños no siempre estuvieron ahí, y bastó una idea para cargar de identidad a esta ciudad que hoy disfrutamos. Incluso el color de los lapachos forman parte del legado que poquitas veces nos detenemos a admirar, valorar y querer. Por qué sí, hay que querer el pedacito de mundo que nos toca habitar.

Florecen desde fines de julio “hasta que ellos quieran” y, mientras lo hacen, nos recuerdan que la belleza no siempre está en lo grandioso. A veces, basta mirar hacia arriba, detenerse unos minutos y dejar que un árbol en flor nos cuente que el invierno, incluso el más frío, también sabe florecer.

Biografía de Remigio Regazzoni

Regazzoni fue un santiagueño que desempeñó un papel clave en la construcción de la identidad paisajística de la ciudad de Santiago del Estero.

Hijo de inmigrantes suizos, estudió agronomía y paisajismo en Suiza, y durante más de tres décadas fue Director de Parques y Paseos en Santiago del Estero. Fue responsable de diseñar y ejecutar la mayoría de los espacios verdes de la ciudad en las primeras décadas del siglo XX, introduciendo desde Europa y otras regiones numerosas especies ornamentales.

Su legado más emblemático es la plantación de lapachos rosados, que eligió como árbol distintivo de la ciudad, dotándola de color, sombra y un sello propio. Además, creó viveros municipales, diseñó plazas, paseos y el Parque Aguirre, y trabajó con dedicación artesanal, incluso donando plantas de su casa para las obras.

Visionario y apasionado, entendía la tarea de plantar árboles como una misión de futuro y un acto de identidad cultural, dejando una herencia que sigue marcando la fisonomía de Santiago del Estero.

Texto original de Hebe Luz Ávila