
Por Juan Manuel Aragón, Director del Blogspot Ramirez de Velazco
Esta crónica hablará de uno de los grandes secretos de los santiagueños: la vez que cambiaron el abecedario y se fabricaron un propio. Pero, para averiguar cómo hicieron, se debe acudir a la historia.
Y es la siguiente.
Una de las tantas enseñanzas que dejó la elección del 24 de febrero de 1946. Se enfrentaban dos grandes fuerzas políticas, la Unión Democrática, que llevaba adentro, como en una bolsa de gatos, a liberales, comunistas, socialistas, radicales y demás especímenes de la fauna política del país. Su fórmula la encabezaban José Tamborini y Enrique Mosca. Eran tipos simpáticos y, probablemente, en una elección normal habrían ganado. Pero enfrente tenían a Juan Domingo Perón y Hortensio Quijano. En una interpretación simplista, hay que decir que esta fórmula venía enancada en un gobierno que cifraba en sí mismo las ilusiones de una patria vapuleada, entre otros, por los conservadores y radicales de la vereda de enfrente.
Entre otras cosas, con el apellido Perón era más fácil hacer rimas pegadizas, como: “Perón no es un comunista // Perón no es un dictador, // Perón es hijo del pueblo // y el pueblo está con Perón”. Cambie la palabra Perón por Tamborini y, qué quiere que le diga, no funciona.
Gran parte de la persistencia del peronismo en la memoria —y en los votos— de los argentinos, se debe a que siguió apegado a fórmulas tan engañosas, por decir lo menos, como el combate al capital, la tercera posición, el partido de los descamisados y una decena más. Algunas fueron codificadas en un lamentable opúsculo llamado: “Las veinte verdades peronistas”.
Hubo siempre una iconografía peronista persistente y, casi siempre, presente en la casa de gente humilde, como el cuadro de Perón en el caballo pinto, el de Evita con el cabello recogido en un rodete. También el escudo del partido Justicialista, la marchita, el trato de “compañeros”, las alusiones a cierto pensamiento nacional. Y la reivindicación de los caudillos, que eran quienes, en el pasado, habían interpretado lealmente las aspiraciones y deseos del pueblo.
Entre los modernos caudillos peronistas, figuran el riojano Carlos Menem, el mendocino José Octavio Bordón, el salteño Juan Carlos Romero, el tucumano Fernando Riera, Hugo Moyano, el puntano Adolfo Rodríguez Saá, el catamarqueño Vicente Saadi y luego su hijo Ramón, Mario Firmenich, jefe de la facción llamada Montoneros, el santacruceño Néstor Kirchner, el porteño Antonio Cafiero y muchos otros.
Y el santiagueño Carlos Arturo Juárez, por supuesto.
Fue cinco veces gobernador de Santiago. Y en la penúltima, después de 1995, sus seguidores incondicionales intentaron hacer un refresh, como se dice ahora, de la vieja mística peronista. Gente de pocos libros intentó traer del pasado una vieja copla popular española: “Yo te daré niña hermosa”, adaptada a Perón, decía: “Yo te daré, te daré patria hermosa, te daré una cosa, una cosa que empieza con pé, Perón”.
Para adaptarla a Juárez, hubo que cambiarle una letra y el acento a Juárez. Quedó un adefesio: “Yo te daré, te daré patria hermosa, te daré una cosa, una cosa que empieza con gé, Juaré”. Un periodista obsecuente del diario El Liberal quiso arreglar el asunto, afirmando que, en realidad, había querido decir “una cosa que empieza con fe”, pero ya estaba hecho el estropicio. De tal suerte que, durante varios años, los peronistas cantaron con el abecedario cambiado.
Otra vez, si da para eso y me siguen prestando espacio, podría escribir sobre cómo fue que les dieron el título de nobleza de Protectores Ilustres al Doctor y la Señora (de pie para nombrarlos).