Por Álvaro José Aurane | Para Info del Estero
El año debuta, en términos políticos, con una escalada en las desgastadas relaciones entre las dos principales figuras del Gobierno nacional: el presidente, Javier Milei, y la vicepresidenta, Victoria Villarruel. La querella por los sueldos es la discusión que viene tornando visible el descascaramiento de las relaciones entre los miembros del binomio ganador del balotaje de noviembre de 2023.
Cuando 2024 languidecía estalló un conato de conflicto: se reavivó la polémica por las dietas de los senadores nacionales, que se actualizan de manera automática. Villarruel ya había frenado esa recomposición en agosto, suspendiéndola hasta el 31 de diciembre pasado. Así que en febrero iban a pasar a ganar alrededor de 9,5 millones de pesos. Frente a los cuestionamientos de la Casa Rosada, la vicepresidenta volvió a congelar la actualización de las dietas hasta el 31 de marzo próximo.
Lejos del apaciguamiento, los ánimos volvieron atizarse desde el viernes. Tal y como publicó oportunamente Info del Estero, Villarruel declaró que gana “dos chirolas”, dado que su remuneración, luego de los descuentos, queda fijada en 2,9 millones de pesos y no se actualiza desde hace un año. Milei salió a contestarle destempladamente a su compañera de fórmula. En primer lugar, le aclaró que los ingresos de la vicepresidenta dependen del Poder Ejecutivo y que no va a incrementarlos. En segundo término, la trató de ser miembro de “la casta”.
“El 95% de los argentinos gana mucho menos que eso. El salario promedio es 400.000 y pico. Si toma el 10% más alto, gana entre 900.000 y 7,5 millones. Y en promedio, el más alto gana 1,4 millón. Entonces me parece que es una frase muy desafortunada y de no entender cuál es la realidad de los argentinos y el esfuerzo que hicieron. Pero bueno, la casta política vive desconectada de la realidad de los argentinos. El Senado, son sueldos en torno a los 10 millones, está desconectada de la realidad y es el mundo en el que ella vive de la alta política”, lapidó el mandatario.
Huelga decirlo: con que Milei sólo manifestase que no estaba de acuerdo con su socia política ya era suficiente desautorización. ¿Por qué la necesidad del jefe de Estado de execrar a Villarruel?
Estructuras y paranoias
A la vuelta de ese interrogante surgen varias dimensiones. La primera de ellas es la del diseño institucional del poder político en la Argentina. No hay figura más anodina, en términos institucionales, que la del Vicepresidente de la Nación. Es miembro del Poder Ejecutivo, ya que es elegido en la misma boleta que el Presidente y con todo el país como distrito único, a diferencia de los miembros del Congreso, que se eligen por provincias. Sin embargo, el ejercicio del Poder Ejecutivo es unipersonalísimo: no es un cuerpo colegiado, como la Corte Suprema, ni tampoco un cuerpo deliberativo, como el Congreso. La función medular del vice, entonces, es reemplazar al titular de la Casa Rosada. A la vez, preside el Senado, pero no lo integra. Su tarea es ordenar el debate, pero no tiene voz en el recinto: sólo vota en caso de doble empate. Así que es miembro de un poder que no ejerce (el Ejecutivo), y ejerce la Presidencia de un poder que no integra (el Senado).
Aunque esto prueba que el vicepresidente, a los efectos del poder real, se halla en un limbo, la naturaleza eminentemente sucesoria que la Constitución Nacional le asigna lo vuelve el protagonista de toda clase de teorías conspirativas. Sobre todo cuando el Presidente de la Nación le presta oído (e inseguridades) a esas novelas de complots. No es cierto que sea una ley inexorable. Desde el retorno del Estado Constitucional de Derecho, en 1983, ha habido binomios armónicos. Raúl Alfonsín almorzaba todas las semanas, casi sin excepción, con Víctor Martínez. Carlos Menem tuvo una relación tensa con Eduardo Duhalde, pero no con Carlos Ruckauf. Cristina Fernández terminó de la peor manera con Julio Cobos, pero no con Amado Boudou.
Esto, necesariamente, nos coloca frente a la segunda dimensión de la pelea Milei-Villarruel: la susceptibilidad del oficialismo actual a los relatos paranoicos en los que “la casta” busca desestabilizar a Milei y propiciar su salida anticipada del poder para entronizar a Villarruel. Apenas asumido en el cargo, uno de las comidillas favoritas de la Casa Rosada y alrededores era que Mauricio Macri, quien siempre tuvo buena sintonía con la vice, se encontraba detrás de ese plan.
Pero de todos estos planos, ninguno es tan sustancial como un hecho no siempre tenido en claro cuando se habla del actual Gobierno: el conflicto es indispensable para el sostenimiento de un esquema populista de poder. Y la experiencia libertaria reúne todos los requisitos para ser considerado, cabalmente, un populismo de derechas.
¿En qué consiste el populismo?
Lo primero es determinar en qué cosas no consiste el populismo. Siguiendo a María Esperanza Casullo, autora del ensayo “¿Por qué funciona el populismo?” (Siglo Veintiuno Editores, 2019), hay que precisar que no se trata de un fenómeno económico. Es común esta asociación, que lo caracteriza con un ciclo de alto gasto público e inflación. Para desmentirlo está la década menemista. Otros postulan que es un fenómeno sociológico, propio de los países en vías de desarrollo. Pretensión que Donald Trump se encarga personalmente de refutar.
El populismo, sostiene Casullo, es un fenómeno eminentemente político, concebido para crear poder, para generar procesos de movilización social y para crear identidades políticas. La naturaleza del populismo es marcadamente discursiva, postula la politóloga argentina: es una manera de explicar las cosas que pasan. Ahora bien, ese discurso político que es el populismo tiene una estructura común, no importa si el proyecto político que lo ensaya es de izquierdas o de derechas.
La especialista detalla que el populismo explica una situación actual de sensación de injusticia y de crisis a través de un mito. Ese mito tiene un héroe, que es dual: es el pueblo más el líder. Tiene un daño: el pueblo no es feliz porque alguien lo ha traicionado, lo ha dañado. Y tiene un villano, que también es dual. El villano es externo, está fuera de las fronteras nacionales, como el FMI durante el kirchnerismo, o el “socialismo empobrecedor” durante el gobierno libertario. Pero cuenta con la ayuda de un traidor interno. Pueden ser “los grupos concentrados de poder” o “la corpo” durante los gobiernos “K”; o “la casta” en la actualidad. En términos operativos, dice Casullo, el líder explica la sensación de injusticia diciendo: “Esto es culpa de este villano y nosotros debemos movilizarnos y actuar para recuperar lo que es nuestro”. Es muy simple y allí radica su eficacia.
Sobre la base de esta concepción, el conflicto deviene indispensable para la gestión de Milei. En términos coyunturales, y como se indicaba en la columna dominical de Info del Estero (Ver: “El éxodo estival de argentinos denuncia una incomprensible demora de Milei”), el Gobierno se abocó a resolver las fórmulas políticas antes que las fórmulas económicas. Esto radica en una debilidad estructural: Milei perdió en primera vuelta contra al peronismo, que consagró los bloques más importantes tanto en el Senado como en Diputados. Frente a esa circunstancia, Milei necesita dar constantes muestras de poder y de autoridad. Y por ello aprovecha cualquier oportunidad, sin diferenciar propios ni extraños, para explicitar un perfil de líder enérgico, sin ahorrar paroxismos.
Pero más allá de esa circunstancia, en la matriz populista que atraviesa a la experiencia libertaria el conflicto adquiere la entidad de una necesidad existencial. El oficialismo requiere siempre, a cada instante de su Gobierno, la presencia de esos “villanos” externos o internos, reales o inventados. Sólo así puede fungir su identificación discursiva con “el pueblo” y erigirse en su reivindicador.
El populismo, políticamente y electoralmente, funciona. El problema es su costo: la consagración de sociedades irreconciliablemente divididas. Ningún proyecto político debería exigir, como tributo, la consagración de una sociedad estragada por el antagonismo. Pero en la Argentina rara vez los oficialismos tarifaron con otro precio su ejercicio del poder.