
Por Cecilia Inés Russo*
Cuando hablamos de liderazgo de equipos la palabra “motivación” suele aparecer de inmediato. Pero quienes han transitado años de gestión saben que “motivar” no siempre alcanza. Hay momentos en que la motivación fluctúa, la realidad golpea fuerte, los contextos cambian y las personas atraviesan sus propias dificultades. Allí, el verdadero desafío no es dar discursos inspiradores, sino sostener la energía colectiva.
La motivación suele entenderse como un impulso inicial, muchas veces individual. Un docente que comienza el año con entusiasmo, un voluntario que se compromete de lleno en un nuevo proyecto, un empleado que encara con ganas un nuevo desafío. La energía colectiva, en cambio, es la fuerza compartida que nos mantiene en movimiento cuando las dificultades aparecen. No depende solo de una chispa personal, sino de un entramado de relaciones, hábitos y sentidos compartidos que nos sostienen a todos.
La energía de un equipo es como una corriente subterránea: no siempre se ve, pero se siente. A veces se traduce en entusiasmo y creatividad, otras en desgaste y desánimo. Un líder atento aprende a leer esa corriente, y en lugar de cargar él solo con el impulso, habilita espacios donde el propio equipo pueda regenerar su fuerza.
Un ejemplo cercano: una directora escolar notaba que, a mitad de año, su equipo docente llegaba agotado. En lugar de insistir en que “hay que poner más ganas”, organizó pequeños espacios de pausa y reflexión conjunta. Allí surgieron nuevas ideas y también se recuperó la sensación de estar juntos en el mismo barco. El efecto fue más profundo que cualquier discurso motivador: el equipo se reencontró con su energía colectiva.
Sostener esa energía no significa ser la fuente inagotable de entusiasmo. Más bien implica:
• Cuidar los ritmos: alternar entre momentos de intensidad y pausas que permitan recuperar fuerzas.
• Abrir conversaciones genuinas: donde se puedan expresar cansancios, frustraciones y también celebrar logros.
• Distribuir protagonismo: porque la energía se multiplica cuando las responsabilidades y los reconocimientos se comparten.
• Reconectar con el propósito: recordando por qué hacemos lo que hacemos, incluso en medio de la rutina.
En organizaciones educativas, por ejemplo, esto se nota cuando un directivo comprende que no se trata de exigir “dar más”, sino de generar condiciones para que su equipo encuentre sentido en lo cotidiano. En una empresa, se ve cuando el gerente de RRHH facilita espacios de cuidado y pertenencia, más allá de los indicadores de productividad. En una ONG, se trata de reconocer que el compromiso de los voluntarios fluctúa, y acompañar esos vaivenes sin perder el horizonte común.
La pregunta central entonces ya no es cómo motivar, sino cómo sostener y regenerar la energía que nos permite avanzar juntos. Y ese es un rol profundamente humano del liderazgo: cuidar lo invisible que hace posible lo visible.
Quizás valga la pena preguntarnos: ¿qué hacemos hoy para cuidar la energía de nuestro equipo? ¿Qué prácticas la desgastan y cuáles la nutren? ¿Cómo podemos transformar nuestros espacios de trabajo en lugares que recarguen, en vez de drenar? Porque tal vez el liderazgo, más que buscar motivar, consista en crear condiciones para que la energía circule, se multiplique y nos permita seguir caminando juntos.
Cecilia Inés Russo es Master Coach Ontológico Profesional y Directora de Aquí & Ahora Coaching y Consultoría