
Por Álvaro José Aurane | Para Info del Estero
Jorge Bergoglio “es” historia. El verbo entre comillas es para particularizar su trascendencia. Con sólo 12 años de papado, el argentino que adoptó el nombre de Francisco para el ejercicio de su ministerio petrino se ha ganado un lugar en la historia contemporánea. Los testimonios de su trascendencia han marcado esta semana que, probablemente, se convierta en la más recordada de 2025, a pesar de que aún ni siquiera ha concluido el primer cuatrimestre de este año.
Los dignatarios de los países más diversos (incluyendo potencias donde las religiones imperantes son protestantes o donde el laicismo es cuestión de Estado) que participaron de las exequias del pontífice son testimonio vivo de lo que el jesuita argentino ha representado para este tiempo.
En la Argentina, el síntoma más acabado de la proyección de su figura es que el mundo político, fiel a su condición de patetismo inclaudicable, ha intentado por todos los medios recuperar, en una semana, todo el tiempo que perdió, en una docena de años.En los dos extremos del arco ideológico, tanto el funcionariado kirchnerista como el libertario no sólo han menospreciando, sino que directamente han despreciado la figura del líder de la Iglesia Católica.
El papelón de Javier Milei, que el viernes no llegó a tiempo para darle el último adiós a cajón abierto a su compatriota, no deja de ser coherente con el rosario de insultos que solía rezarle a Bergoglio cuando comenzaba a convertirse en una figura pública. Lo único que pudo decir de Francisco fue un lugar común y trillado: que fue “el argentino más importante de la historia”. Sin embargo, Bergoglio fue, largamente, mucho más que ese título.
El “Otro”, el pobre
De Bergoglio y su prédica se escribirá mucho, y con profundidad, durante las próximas décadas. Un primer acercamiento demanda no “mitificarlo” ni caer en fanatismos negacionistas sobre su figura. No era un “revolucionario”, como ahora intentan presentarlo algunos apurados por conseguir certificado de ser, literalmente, “más papistas que el Papa”.
Como líder de la Iglesia Católica fue acaso la figura más rutilante en la oposición contra la interrupción legal del embarazo y trató de “ignorantes de los derechos del niño por nacer” a quienes lo reivindicaban. Es decir, Bergoglio fue una persona con quien muchos sectores de la población argentina, y occidental, mantuvieron serias diferencias. De igual modo que los militantes de los movimientos “próvida” encontraron en él identificaciones sin escalas. Pero, en todo caso, pensar distinto no debería desacreditar ni a él ni a nadie, salvo que no se haya entendido que la democracia no es solamente un sistema de gobierno sino, sustancialmente, una forma de vida.
Aclarado ello, si algo enaltece la figura del argentino que falleció durante la madrugada del lunes es la dimensión ética de su prédica. Porque la ética, en pocas palabras, siempre es “el Otro”. Y la teología de Bergoglio puso al “Otro” en el centro de la escena. Y ese “Otro” era, en esencia, el pobre.
Bergoglio, yendo al más básico de los sustratos, es un hombre que postuló que ser una mala persona estaba mal. Algo que, aunque parezca básico, ha sido largamente olvidado en nuestras sociedades. La mala gente ha sido naturalizada en las más diversas instancias: laboral, familiar, social, estatal… Por el contrario, el último Papa sostuvo, hasta el final de sus días, que todos tienen una obligación y una responsabilidad moral respecto del “Otro”. Sobre todo cuando ese otro se encuentra en situación vulnerable.
Palabra, pensamiento, obra y omisión
A esto, el hombre que tomó el nombre de Francisco lo sostuvo en acto. Actos de índole privada, como la vida austera que llevaba en Casa Santa Marta, lugar de residencia que eligió en lugar del Palacio Apostólico Vaticano.O comoel atuendo despojado de lujos que vestía (cruz de hierro, anillo del pescador de plata y no de oro). Y actos públicos, como los almuerzos que ofrecía para comer con los pobres. O las visitas que realizaba a los centros carcelarios para acompañar a los presidiarios.
Además, lo sostuvo en la palabra. Fue el Papa que abogó por los pobres y los marginados en incontables sermones. Y en la encíclica “Fratellitutti” advirtió que el mercado no contenía las soluciones para todos los problemas. Pidió, encarecidamente, que el mundo no se dejara engañar nuevamente por la ideología del neoliberalismo.
El pontífice que (como él mismo se presentó cuando anunciaron su consagración el 13 de marzo de 2013) fueron a buscar al fin del mundopuso de lleno, y en el centro de la imagen, a los que habían sido progresivamente invisibilizados. Tanto es así que hasta los pobres han perdido su calidad de tales y acostumbran ser llamados con un eufemismo engañoso: “humildes”. La humildad, sin embargo, es una virtud. Una verdadera dignidad. Y nadie nace digno de ser pobre.
Esa teología de la pobreza que llevó adelante el ex cardenal primado de la Argentina trasunta la genuina impronta el hombre al que le tocó ser el primer Papa extra-europeo de la historia y, luego, el primer Papa latinoamericano. Porque Bergoglio, que falleció a los 88 años, nació en 1936, cuando la Argentina era un país próspero que tenía pobres; y se fue para instalarse en El Vaticano a los 76 años, cuando la Argentina era un país empobrecido con una pobreza estructural alarmante.

El más serio de los chistes
Esa decadencia nacional está perfectamente medida en términos de estadística, y documentada en estudios cualitativos, sumamente abundantes. Pero su dimensión probablemente se entienda mejor por los caminos del inconsciente colectivo, que se manifiesta a través de algo tan masivo y folclórico como el chiste.
En la infancia de Bergoglio, los chistes argentinos tenían un personaje por antonomasia: era el popular “Jaimito”, que era, en pocas palabras, un “vivo”.Un águila.Un “Gardel”.Un “Maradona”. En definitiva, la encarnación de la viveza criolla.
Para cuando Bergoglio se convierte en Francisco, “Jaimito” ya no era ni la sombra de eso. Mucho antes, incluso, se había convertido en un personaje triste. El protagonista de chistes que daban ganas de llorar. De uno de ellos da cuenta el libro “Qué país”, que Martín Caparrós publicó a poco de la debacle de Argentina tras el fracaso del Gobierno de la Alianza en 2001. El cuento, en resumidas cuentas, era que la maestra preguntaba a los alumnos en clases que habían comido y Jaimito respondía “mate cocido” y se le reían. Al día siguiente, miente: “salchichas con puré”, inventa. Y la maestra le pregunta cuántas salchichas comió. “Dos tazas”, contesta él.
“Jaimito”, el antiguo “pícaro” nacional, ahora era pobre. Pero eso era lo de menos. La metafísica que trasciende ese chaco es que la pobreza ya no es un mal social: ahora es una vergüenza individual. Nadie tiene por qué hacer nada al respecto: la pobreza es un asunto del pobre y punto. Más aún: no sólo no hay ninguna obligación de solidaridad para con el pobre, sino todo lo contrario: frente a los pobres hay licencia de escarnio. Es válido mofarse de ellos y de su condición. Y humillarlos.
Bergoglio predicó exactamente en contra de eso. Por eso “es” historia. Con todas las letras.